16:03 | Autor Iglesia Hogar
Yo soy el Pan de Vida

Este es mi Cuerpo que va a
ser entregado por ustedes
(Lc 22,19).

El Señor está haciendo las veces, en la celebración de su última pascua, del padre de familia.
Toma el pan. Bendice a Dios.
— Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan...
Parte el pan y comienza a repartirlo.
¡Es su Cuerpo!
Ah... ¡Ahora es fácil! Ahora entendemos lo que nos quería decir cuando enseñaba que había que comer su carne para entrar a la vida eterna.
Ahora entendemos.
¿Por qué no lo explicó así, de modo que no nos escandalizáramos?
Lo reconocemos al partir el pan...
Un misterio de amor tiene lugar.
El pan era pan y ya no lo es más.
Ahora es Pan de Vida.
Es Pan repartido.
Es Pan entregado al sufrimiento.
Es Pan regalado para que yo me regale con él.
Es Pan triturado como trigo en los molinos, para ser alimento del mundo entero.
Era pan y ahora es acción de gracias.
Era pan y ahora es Banquete del Espíritu que tam­bién sopla sobre esta creación, para hacerla nueva.
En cada celebración de la Eucaristía, revivimos es­te momento sacrificial para el que nació Jesús.
Sus manos toman el pan. Sus manos lo parten y re­parten.
Su voz bendice y da gracias.
En cada celebración de la Eucaristía, revivimos el banquete del cenáculo. No ya sentados entre almohado­nes. Ni comiendo cordero con hierbas amargas. Ni be­biendo varias copas. Pero sí sabiendo que el pan ya no es más pan... Que su Cuerpo está presente en medio de un nuevo pueblo.
Sabiendo que la última Cena seguirá celebrándose hasta el fin de los tiempos, como anticipo del triunfo pascual que festejaremos en el cielo con una cena, con el gran festín al que serán invitados los cojos y los ciegos y los que no imaginamos que podrían participar. Los obreros de primera hora y los de la última. Podría haber estado Judas, pero se fue de la cena,..
El Cuerpo de Cristo se entrega por nosotros y para nosotros.
El milagro de la multiplicación de los panes fue realizado, una vez más por Jesús. Y lo sigue realizando en cada misa celebrada en los grandes templos como en las más pequeñas y pobres capillas, ¡Danos de ese pan…!



Mi Sangre es verdadera bebida

Esta copa es la Nueva
Alianza que se sella con mi
Sangre. Siempre que la
beban, háganlo en memoria
mía(1 Cor 11,25).

Después de cenar, tomó la copa y bendijo nuevamente a Dios.
¡Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este , fruto de la vid!
Las vides del mundo con vocación a vino y el vino del mundo con vocación a Sangre de Cristo.
Esta sería la copa de la nueva Alianza.
El signo de un pacto sacrificial.
De un desposorio con la muerte y la vida.
La sangre derramada al pie del altar y sobre el pueblo, purificaba de los pecados.
La sangre de Cristo, derramada en la cruz y anticipada en la última Cena, limpia de raíz el pecado del mundo y permite que larguemos la ganga de impurezas y nos hagamos
nuevas creaturas.
El que no bebe mi sangre no tendrá vida eterna.
No tendrá parte en el Reino.
No será invitado al banquete sino quien guste del vino.
Vino que da alegría al corazón.
No es vino malo que emborracha. Pero sí vino que embriaga suavemente. Con la embriaguez de pentecostés que constituye cada misa celebrada por el pueblo de Dios.
Todo pacto, en el antiguo pueblo de Dios, era ratifi­cado por un sacrificio y por sangre de la víctima, derra­mada.
Lo que ahora hace el Señor, en vísperas de su pa­sión, es anticipar la cruz. Hacer que bebamos su Sangre para que supiéramos, con la impaciencia de los enamo­rados, lo que significa dar la sangre por otro. Dar la vida. Entregar el alma.
Siempre que bebamos la Sangre de Cristo, estare­mos viviendo el memorial de su pasión, muerte y re­surrección. El Misterio pascual encerrado en una copa.
Y fue ésta la última ocasión en que Jesús pudo be­ber la copa de la bendición con sus amigos y discípulos.
No bebería más del fruto de la vid hasta que pu­diera beber el vino nuevo añejado en las bodegas del amor. Y esto sucedería en el Reino pleno. En ese Reino que anticipamos cada vez que partimos el pan y bebe­mos la copa eucarística. Cuando eso hacemos, ¿qué ha­cemos? ¡Anunciamos tu muerte, Señor, proclamamos tu resurrección, hasta que vuelvas!
Que el retorno de Cristo nos encuentre perseverantes en su Sangre derramada para el perdón de los pecados...



Somos un solo cuerpo con Cristo

Les aseguro que el que
reciba al que yo envíe, me
recibe a mí, y el que me
recibe, recibe al que me
envió (Jn 13,20).

¡Cuántas cosas dice el evangelista Juan, de los momentos de Jesús en la última Cena!
Nos ofrece un verdadero discurso de despedida. Una larga conversación (que, en verdad, es sólo un monólogo, pues los discípulos no querían interrumpir a Jesús).
Antes de comenzarla, nos asegura una realidad: que Él está en nosotros y nosotros en Él.
Que no somos nosotros los que llegaremos a los lugares de misión, sino el mismo Jesús el que tomará nuestro cuerpo y se hará presente, representado por nosotros.
Eso es ser un cristiano: ser "otro Cristo". Cristo en mí. Yo en Cristo.
Eso es incorporarse a Cristo: hacerse un sólo cuerpo con Él.
La Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo con el Se­ñor como Cabeza.
Somos —y ya los discípulos lo eran en la última Ce­na que estamos viviendo con Jesús— su familia. La fa­milia de los que han sido llamados y esperan ser elegi­dos.
Somos el cuerpo vivo del Señor viviendo una histo­ria en la que Jesús no está físicamente presente.
Sin embargo, por una rara y misteriosa ley que sólo Dios conoce, él nos da su forma, de modo que cuando él mundo nos ve, vea a Jesús en nosotros.
Recibiéndonos a nosotros, se recibe a Cristo.
Pero Cristo Jesús es el sacramento del Padre. Es su Signo. Su Ícono vivo. Por eso el que recibe a Jesús, recibe al Padre que lo envió.
El que ve a Cristo ve al Padre. Es su imagen y reflejo.
¿Seremos capaces de transparentar a Jesús? ¿Será nuestra voz, su voz? ¿Será nuestra pobre palabra, su rica Palabra?
En esta Cena de gozo y dolor, en cada Eucaristía de Muerte y de Vida, Jesús quiere que lo hagamos presen­te. Si así lo hacemos, Dios Padre forjará en nuestro rostro su imagen..., tal vez olvidada.
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