23:14 | Autor Iglesia Hogar
¿DARÁS TU VIDA POR MÍ?


Jesús respondió a Pedro:
¿Darás tu vida por mí? Te
aseguro que no cantará el
gallo antes que me hayas
negado tres veces (Jn 13,38).

¡Qué jactancioso y pagado de sí mismo era el pobre Simón Pedro!
¡Señor, yo daré mi vida por ti! Yo jamás te negaré. Yo seré siempre fiel, no como Judas. Yo .. Yo... Yo...
¿Y quién eres tú, pobre Pedro? Sólo un hombre de carne y hueso.
Si vales es porque Cristo te dio el valor.
Cuando quisiste caminar solo, ¿cuál fue el resultado? El que te predice Jesús cuando charla amistosamente contigo en su cena.
El pobre Pedro quiere seguir al Señor, pero ahora.
Ya tendría tiempo de seguirlo. Por el momento, debe contentarse con escuchar y tener paciencia. Tenerse paciencia...
Pedro no sólo negará al Señor una vez..., o dos. Lo hará tres veces. Tendrá miedo. Lo han identificado. Es un galileo, como Jesús.
Habla con el tono de esa región.
Se ve denunciado.
La noche es oscura y sus fuerzas flaquean...
Pero... ¿no era acaso él un rudo pescador, acos­tumbrado a las tormentas? ¿Por qué le tiemblan ahora sus piernas?
En todos nosotros hay un Pedro. Un Pedro con miedo. Un Pedro que se creía gran cosa. Un Pedro que, en frío, cree y afirma que hará una y mil heroicidades. Pero, llegado el momento de la verdad, se dará cuenta que no es tan grande ni tan bueno como decía serlo.
Verá que no es tan fiel ni tan constante ni tan buen amigo como creía serlo. Constatará su fragilidad y su malicia. Es de carne y hueso. No es Dios...
El Señor, en la cena de los amigos, nos deja un men­saje: sabe de qué pasta estamos hechos. No hay ironía en él, sino conocimiento del corazón de los hombres.
Pedro no es Judas. Pero sólo su fidelidad posterior lo salvará. Sus lágrimas lavarán su pecado.
Judas tuvo remordimiento. Pero le faltó la última puntada: ir al Señor.
Pedro tuvo arrepentimiento: demostró que podía beber el cáliz que el Señor bebería.
¿Daremos la vida por el Señor? Sí... ¿En serio...? Si Jesús nos da la fuerza para serle fieles hasta el final.
No basta con esforzarme un día. Necesito fuerzas hasta mi último suspiro...




EL MANDATO DE LA CARIDAD

Les doy un mandamiento
nuevo: ámense los unos a
los otros. Así como yo los
he amado, ámense los unos
a los otros (Jn 13,34).

Les doy un mandamiento nuevo... No porque Cristo inventara la caridad, sino porque la vivió de modo único.
Jesús, en su extensa charla con los apóstoles en la cena pascual, sabiendo que la hora de su pasión se acercaba, quiere decir a sus amigos todo lo que su inteligencia y
corazón le dictan. Quiere que no se olviden de nada de lo necesario para ser sus seguidores y discípulos.
Y el tema del amor no podía faltar.
Es el tema que todo hombre busca solucionar para ser hombre.
Es el tema que todo cristiano debe tocar y vivir para ser cristiano.
Sabemos que el primer mandamiento es amar a Dios con todo el corazón y con todas las fuerzas. Y que el segundo, semejante al primero, es amar al prójimo como a uno mismo.
Eso nos pide hoy el Señor, dentro de su testamento. Amarnos los unos a los otros.
Pero no con cualquier amor.
No con el amor de los hombres, tan frágil y tan vo­luble.
No con nuestro amor de pecadores que se buscan a sí mismos sin encontrarse.
Con el amor de Dios comunicado al hombre.
Con el amor de Dios encarnado en un hombre.
Con el amor de Dios hecho manifiesto en Jesús el Cristo.
Dios es amor. El que vive en el amor, vive en Dios, y Dios en él.
Dijimos que no debíamos amarnos con cualquier amor, sino con el amor de Dios. Y no con cualquier mo­do de amor, sino como Cristo nos amó.
Hasta la muerte. Muerte al fin de la vida y muerte en vida a nuestros pecados y a la búsqueda de nosotros mismos.
Con un amor fecundo. Tan fecundo como el de Dios frente a la nada.
Tan fecundo como cuando de un poco de barro sa­ca un rostro de hombre.
Tan fecundo como cuando de un pecador saca un justo.
Un amor sostenido por la justicia: debemos amar…
Un amor misericordioso: barre con las miserias del amado.
Un amor que siempre busca dar y nunca recibir.
Un amor que mira al otro.
Un amor que mira junto con el otro.
Un amor sin barreras.
Un amor más fuerte que la muerte.
Un amor que no tiene fin.
Así como Cristo nos ha amado...
En la cena de la libertad, una nueva escena ha tenido lu­gar: Jesús se pone y propone como modelo de enamorado.



SOMOS DISCÍPULOS EN LA ESCUELA DEL AMOR

En esto todos reconocerán
que son mis discípulos: en
el amor que ustedes se
tengan los unos a los otros .(Jn 13, 35)

Los niños van a la escuela.
Los jóvenes, también.
Los adultos frecuentan universidades.
Allí donde hay necesidad de aprender, hay quienes enseñan y lugares adecuados para impartir y recibir tal o cual ciencia.
El Señor, hablando a los suyos, nos muestra que también nosotros necesitamos aprender. ¿Aprender qué? Aprender a amar…
No hay maestro sin discípulos y no hay discípulos sin maestro.
Jesús se manifiesta como el Maestro. Y nosotros como aprendices.
Somos discípulos en la escuela del amor de Cristo. Ya lo dijimos antes: no de cualquier amor, sino del amor pleno y del amor sin peros.
El discípulo del Señor debe mostrarse al mundo como alguien que ama porque antes fue amado. En el amor recibido aprendió el amor ofrecido.
Sólo entonces, el mundo reconocerá que somos de Jesús.
Vivimos un mundo violento. Un mundo de corazo­nes violentos y de relaciones violentas.
Vivimos un mundo que no conoce la paz. Hace mucho que olvidó el significado profundo de esa pa­labra. Sus paces son efímeras. Duran lo que un relámpa­go o lo que el paso de una estrella fugaz.
A ese mundo violento y de violentos debemos ense­ñarle. Debemos iniciarlo en el duro y lento aprendizaje del amor.
Sólo así el mundo será transformado en un mundo nuevo.
Vean cómo Jesús, en sus últimos momentos sobre la tierra, quiere volver sobre temas simples, aparente­mente triviales y archiconocidos.
Pareciera que el tema "amor" es sabido por no­sotros y que nada debemos aprender sobre él. Pero... ¡cuán lejos estamos de graduarnos! No hay amor sin olvido de sí. Más aún: no hay posi­bilidad de que me acuerde del otro si no me olvido de mí. Para amar hay que negarse a sí mismo. Hay que destruir los espejos que reflejan de modo narcisista nuestra propia imagen, excluyendo el rostro del otro.
Para amar hay que abrir las ventanas del corazón. Único modo de salir afuera. Para amar hay que abrir las ventanas de la inteligencia. Único modo de reconocer en el otro, lo que Dios puso en él. Único modo de reconocer en el otro, la cara de Cristo, hombre nuevo. Además, es el único modo de reconocer mi rostro.
Categoria: |
You can follow any responses to this entry through the RSS 2.0 feed. You can leave a response, or trackback from your own site.

0 comentarios: