Había una vez una mujer que se disgustaba con las cosas que le decía un viejo cura muy respetuoso
de Dios. Un día, las palabras de aquel anciano, aunque eran verdad, le resultaron inaguantables.
Ella se enfadó tanto que fue por todas partes contando mentiras y chismes maliciosos sobre él.
Pero cuanto más hablaba, más se entristecía. Al final se sintió tremendamente desdichada y empezó a arrepentirse de todas las mentiras que había dicho. Por fin, con lágrimas en los ojos, acudió a la casa del cura para pedirle que la perdonara.
—He dicho muchísimas mentiras sobre usted —le dijo—. Le ruego que me perdone.
El viejo padre tardó un buen rato en responder. Parecía estar profundamente sumido en sus pensamientos y orando. Al fin dijo: —Sí, te voy a perdonar; pero antes tendrás que hacer algo por mí. — ¿Qué quiere que haga? —dijo un poco sorprendida. —Sube conmigo al campanario y te lo explicaré —le respondió, mirándole fijamente a los ojos—. Pero antes iré a buscar una cosa a mi habitación. Cuando el cura volvió de su cuarto traía bajo el brazo una gran almohada de plumas. La pobre mujer apenas podía ocultar su asombro y su creciente curiosidad. La mujer, nerviosísima, casi no podía contenerse de preguntar para qué era la almohada y para qué subían al campanario. No obstante, guardó silencio; y algo jadeantes los dos llegaron por fin al campanario de la iglesia. El viento soplaba suavemente por las ventanas abiertas del campanario. Desde la torre se divisaba una gran extensión de campo, hasta más allá del pueblo.
De pronto el cura, sin decir palabra, rasgó la almohada y tiró todas las plumas por la ventana.
El viento y las brisas se llevaron las plumas dejándolas caer por todas partes: en los tejados, en las calles, debajo de los autos, en las copas de los árboles, en los patios donde jugaban los niños, aun en la carretera y más allá, hasta perderse en la distancia. El cura y la mujer se quedaron un rato viendo revolotear las plumas. Por fin el anciano cura se volvió hacia la mujer y le dijo: —Ahora quiero que vayas y me recojas todas esas plumas..— ¿Recoger todas esas plumas? —dijo con voz entrecortada—. ¡Pero eso es imposible! —Sí, lo sé —dijo el cura—. Esas plumas son como las mentiras que dijiste de mí. Lo que has empezado, ya no lo puedes parar, por mucho que te arrepientas. Tal vez logres decirles a algunas personas que lo que les contaste de mí era mentira, pero los vientos de las habladurías han desparramado tus mentiras por todas partes. Es fácil apagar
un fósforo pero imposible extinguir el gran incendio forestal que puede ocasionar ese mismo fósforo. «Así también la lengua es un miembro pequeño. He aquí, ¡cuán grande bosque enciende un pequeño fuego!» (Santiago 3:5)